Escrito por

Déborah Buiza G.

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Estamos a dos meses de que termine el 2020 y seguimos en contingencia por el tema de la COVID-19; cualquier pronóstico se ha quedado corto y el desgaste por toda la situación ya empieza a sentirse, quizás por la proximidad del cierre del año y las fiestas decembrinas.

A estas alturas casi todos, en algún momento, hemos querido “tirar la toalla” y gritar “¡ya basta!”; sin embargo, estamos resistiendo de una u otra forma.

No sabemos cuánto más durará todo esto, la incertidumbre se ha convertido en el tema de fondo de nuestros días y el cansancio nos ha vuelto irritables, irascibles e, incluso, en personas desconocidas, que nos sorprenden con sus reacciones y conductas que bajo otras circunstancias serían inimaginables.

¿En qué nos convertimos mientras vivimos la pandemia?

“Lo importante es que tenemos salud” escuchamos decir en algunas ocasiones a modo de respuesta ante preguntas incómodas o a las cuales no queremos contestar, y así nos salimos por la tangente, sin embargo en tiempos de Covid-19 habría que preguntarnos si realmente es cierto que tenemos salud.

Con frecuencia creemos que porque no nos duele algo es que estamos sanos o si nos duele poquito y con un analgésico la libramos, quiere decir que no estamos enfermos, sin embargo pasamos de largo no sólo las señales amarillas y rojas de nuestro cuerpo que nos urge en mantenerlo en buen estado. Y es que no sólo se trata de no estar enfermo de gravedad, sino de estar en óptimas condiciones, de procurarnos un estilo de vida que nos permita estar a nuestro yo del presente y a nuestro yo del futuro en el mejor estado físico, mental y emocional que sea posible.

Pero, ¿qué es lo que sabemos sobre cómo cuidar de nuestro cuerpo?, ¿lo que sabemos, es real, está actualizado? Y a pesar de lo que sabemos ¿qué tanto cuidamos de él?

Dicen que nada está realmente (ni para siempre) oculto bajo el cielo, pero nuestros pensamientos ¿están tan a la mano? ¿Es posible ver lo que pensamos?

Nuestros pensamientos se manifiestan en acciones, en las decisiones que tomamos, el estilo de vida que optamos, la forma de nuestras relaciones personales y como nos relacionamos con nuestro entorno, todo eso nos va dando pistas respecto a lo que pensamos de nosotros, de los otros, de la vida, de cómo creemos que son las cosas, así que sí, podemos ver lo que pensamos.

Te propongo sentarte tranquilamente y observar como si estuvieras en el cine, esa “película” que pone en evidencia tus pensamientos.

¿Cómo son tus mañanas y el inicio de actividades? Son mañanas que te dan energía, te llevan a alcanzar tus metas o desde el principio del día ya estás con una losa sobre la cabeza y la espalda y todo lo que quieres es que acabe pronto para irte a dormir otra vez.

Durante nuestros primeros años de vida, entre otras muchas cosas que vamos aprendiendo, el seguir instrucciones se vuelve básico, con mayor o menor rigidez aprendemos que si obedecemos a lo que mamá, papá (o quien esté a cargo de nuestro cuidado) nos piden estaremos mejor y seremos apreciados, con el paso del tiempo y de la experiencia incluimos en nosotros la función “obedecer”.

Más tarde ya siendo adultos nos enfrentamos a circunstancias en las que parecería que existe una exigencia a la obediencia como si no tuviéramos derechos, opinión o decisión propia; obedecer como un acto para que los otros se sientan bien y con poder, para no hacer más olas, para no tener problemas, para llevar la fiesta en paz; y en el límite, nos encontramos sin poder desobedecer como si fuéramos robots, esclavos o nos encontráramos en un estado de emergencia militar, como si de manera interna escucháramos una voz en nuestra cabeza que dijera “usted no tiene otra opción, continúe”, cuando en realidad tal vez si exista otra opción, la desobediencia.

Si en tu mano está dar una instrucción que puede lastimar o perjudicar a otro, ¿lo harías? Si no lo harías, entonces ¿por qué obedecerías una instrucción que te lastima o te perjudica? Y sin embargo, en la vida ahí vamos obedeciendo sin cuestionar tantas cosas que no nos aportan, que nos limitan, que nos lastiman.

Un pasado triste y doloroso puede hacernos creer que quienes somos y lo que tenemos es lo único que podremos llegar a ser o tener, pero esto no necesariamente es cierto, existe la posibilidad de desafiar al pasado y atreverse a crear un mejor futuro.

Y probablemente sea difícil y complejo poner de lado nuestro pasado para desde hoy preguntarse: ¿Quién me gustaría ser los próximos años? ¿Qué más hay para mí allá afuera? ¿Este que soy hoy, es todo lo que puedo ser?

Es común la creencia respecto a las palabras como fuente de poder: una fuerza capaz de crear o destruir, de lastimar o curar y, sin embargo, es poco frecuente lo que nos detenemos antes de expresarlas.

¿Cuántas veces hemos soltado una maldición, una palabra altisonante, brusca, ruda o hiriente y nos basta con decir “es que así soy yo” o nos contentamos con el cuento de “no es problema mío lo que el otro interprete”? ¿Y si fuera cierto que las palabras fueran un bumerang que regresan a nosotros, inclusive con mayor fuerza? Tal vez cuidaríamos más lo que sale de nuestra boca, sin importar quién fuera nuestro receptor.

Hay quien se excusa en demasiada sinceridad o brutal honestidad para descargar palabras sin empatía, con rudeza innecesaria; sin embargo, detrás de esos “sin filtros” hay bastante desconsideración y crueldad. Se dice que lo que sale de nuestra boca habla de lo que habita en nuestro corazón; si esto fuera cierto ¿qué hay en tu corazón y en tu mente?

Cuando llegamos al mundo nuestras piernas no son capaces de sostenernos, es necesario que alguien nos lleve en brazos; con el transcurrir de los meses vamos ganando fuerza, habilidad y logramos sostenernos en nuestros pies y, ganando práctica, logramos caminar, trepar, correr y brincar. No caminamos de un día a otro.

En el andar de nuestra vida ¿qué tanto valoramos nuestros pequeños pasos cotidianos? Y es que con frecuencia nos desanimamos por no ver los resultados fantásticos de inmediato y con facilidad menospreciamos las “pequeñas” cosas que hacemos en el cotidiano.

Cabe aclarar que no llamo a la mediocridad de contentarnos con hacer lo mínimo, de esforzarnos poco o no hacer ningún sacrificio, sino el valorar cada paso que damos en el camino por ser lo que soñamos ser, de darte cuenta de las cosas que haces por ir hacia adelante (aún cuando creas que es poco o nada) y valorarlas en su justa dimensión, saber que lo que haces cuenta… y mucho.

¿Cuántas veces hemos estado en situaciones que nos desgastan, nos roban energía o están en contra de nuestros valores e incluso atentan contra nuestra persona… pero ahí seguimos? Algo en nuestro interior nos envía señales de que“esto no está bien para ti” y decidimos no escuchar y continuar a pesar de la incomodidad o malestar que sentimos y que, al paso del tiempo, se hace más evidente y profundo.

¿Qué tan leal eres a ti mismo? ¿Qué tanto te respetas? ¿Tus acciones van de acuerdo con tus principios? En una lista de prioridades ¿qué sitio ocupan tus necesidades? Estás preguntas parecen sencillas de responder y de manera espontánea es posible decir “claro que estoy yo primero” o “por supuesto que me respeto y actúo de acuerdo a mis principios”. Sin embargo, cuando nos damos el tiempo de revisar más a fondo, podemos observar que no siempre actuamos a nuestro favor y que en ocasiones atendemos a las agendas ocultas de los demás y nos dejamos para el último.

A veces tenemos tantas ideas que no encuentran salida, que se quedan dando vueltas sin llegar a ningún lugar, aunque sí entorpecen nuestro buen humor y las tareas que tenemos contemplado realizar; ideas que tuercen los pensamientos y merman nuestro estado anímico, poco a poco.

Es como si el aire que respiramos se pusiera denso, irrespirable, asfixiante, enrarecido; casi podemos sentir cómo nos quedamos sin aire y el ahogo en la garganta.

Moscas dando vueltas en círculos, las ideas de proyectos inconclusos o pendientes, ese problema que parece no tener solución, los recuerdos de un mal amor, o los momentos de una relación que no da para más; las hojas en blanco o las situaciones que no sabes cómo enfrentar, y también aquellas que han rebasado las fuerzas y las habilidades presentes. ¿Por qué no darles un poco de aire?

Entiendo que hay tantas formas de ser padres como hijos hay en el mundo y sé que el tema de la educación siempre genera debates; por ello me gustaría preguntarle a los padres de familia: ¿saben lo importante que son las normas y los límites en la formación del carácter de su pequeño? ¿Se han preguntado también sobre la importancia de educar en un Estado de derecho, lo qué esto significa y los riesgos que corremos al vulnerarlo?

 

El hecho de marcar reglas y límites a los niños implica un gran esfuerzo por parte de los adultos encargados de su formación, quienes representan en la temprana infancia la autoridad de que los infantes reconocen y que posteriormente reconocerán en otras figuras como pueden ser sus maestros, la policía, otros adultos, las leyes… De aquí la importancia de ejercer con responsabilidad la autoridad en la educación de los hijos y la necesidad de ser claros al establecer normas y límites.

El niño necesita un “marco normativo” para ser feliz y sentirse seguro, que le permite relacionarse con su ambiente y con los otros en armonía. Del mismo modo, todas nuestras leyes tienen por objeto contribuir a la sana convivencia de unos con otros. Sin embargo, llegamos a ver niños infelices, otros que se muestran inseguros, berrinchudos, caprichosos, rebeldes, desconfiados, incluso crueles, ventajosos, abusivos con otros pequeños. Esos niños crecerán y se convertirán en adultos con estas y otras características que distan mucho de vivir la solidaridad.

En algunos casos, la educación en el hogar muestra la ausencia o la aplicación defectuosa de límites y reglas. Aquí unos ejemplos:

  1. Cuando el niño hace algo que no es correcto y no hay consecuencias negativas por su conducta, le estamos enseñando lo que es la impunidad.
  2. Cuando hay una norma o un límite y les dejamos que lo transgredan o les mostramos con nuestra conducta que se puede actuar fuera de ese margen les estamos enseñando lo que es ilegalidad.
  3. Cuando no aplicamos la misma sanción ante la misma conducta en el mismo niño o para sus hermanos o en el salón de clases con sus compañeros, le estamos enseñando lo que es la injusticia.
  4. Si a veces aplicamos la norma o el límite y a veces no, si las reglas cambian constantemente a nuestro capricho, les estamos enseñando lo que es la arbitrariedad.
  5. Si queda sin sancionar su conducta a cambio de un beso o un te quiero, les enseñamos lo que es la corrupción.

 

Yo pienso que todos, en algún campo de acción, tenemos algo de autoridad; no se trata solamente de proponer normas y hacerlas cumplir, también implica hacer que los demás las conozcan, las respeten y las acaten.

Hay que acabar con el pretexto del “porqué yo, si los otros no hacen”, o de actuar de acuerdo a la norma sólo si me sé observado o dejar de dar “mordidas” y esperar privilegios diciendo que “todos son unos corruptos”, usted deje de desconfiar y compórtese como una persona confiable, conozca sus derechos pero también sus obligaciones. Sobre todo, aplique el precepto universal de “ama a tu prójimo como a ti mismo”.

El riesgo de vulnerar el Estado de derecho, es el mismo que corren los niños cuando no viven con normas y límites claros: es educar para la infelicidad.

 

 

Publicado en la Revista Signo de los Tiempos, Año XXIII, No. 173, diciembre de 2007, pag.10.

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