Durante nuestros primeros años de vida, entre otras muchas cosas que vamos aprendiendo, el seguir instrucciones se vuelve básico, con mayor o menor rigidez aprendemos que si obedecemos a lo que mamá, papá (o quien esté a cargo de nuestro cuidado) nos piden estaremos mejor y seremos apreciados, con el paso del tiempo y de la experiencia incluimos en nosotros la función “obedecer”.
Más tarde ya siendo adultos nos enfrentamos a circunstancias en las que parecería que existe una exigencia a la obediencia como si no tuviéramos derechos, opinión o decisión propia; obedecer como un acto para que los otros se sientan bien y con poder, para no hacer más olas, para no tener problemas, para llevar la fiesta en paz; y en el límite, nos encontramos sin poder desobedecer como si fuéramos robots, esclavos o nos encontráramos en un estado de emergencia militar, como si de manera interna escucháramos una voz en nuestra cabeza que dijera “usted no tiene otra opción, continúe”, cuando en realidad tal vez si exista otra opción, la desobediencia.
Si en tu mano está dar una instrucción que puede lastimar o perjudicar a otro, ¿lo harías? Si no lo harías, entonces ¿por qué obedecerías una instrucción que te lastima o te perjudica? Y sin embargo, en la vida ahí vamos obedeciendo sin cuestionar tantas cosas que no nos aportan, que nos limitan, que nos lastiman.