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Desarrollo Humano

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“Siempre el pasto del vecino es más verde” reza el dicho popular. En tiempos en los que las casas tenían patios y jardines, y uno salía a dar la vuelta, porque no había mucho que hacer o había tiempo para pasear, uno miraba el pasto del vecino y siempre, en comparación con el nuestro, parecía más verde.

Dependiendo de cómo seamos, rondaran preguntas, pensamientos, emociones y acciones respecto al pasto “más verde del vecino”, las posibilidades son infinitas (claro, unas más positivas en sus efectos que otras):

Habrá quien admire el pasto y deje pasar el asunto, quien investigue qué hacer para que su pasto luzca igual, quien se haga amigo del vecino para disfrutar de ese pasto, quien por la noche vaya a podarlo o a rociar veneno para que deje de crecer más verde, quien se dedique a correr el rumor de que fue con malas artes que el vecino logró ese pasto más verde, quien evitará caminar por esa acera para no mirar el pasto del vecino, etc., etc., etc.

Gracias a la tecnología ahora ya no son “pastos”, sino “muros” y ya no tienes que salir de casa para ver el “pasto del vecino”. Cualquier día y hora, desde la comodidad de tu casa, o la oficina, o donde quiera que puedas conectarte al Internet puedes “mirar” los “pastos” de tus vecinos, amigos, familiares, compañeros de oficina o colegio.

Y entonces parece que el pasto ajeno es aún más hermoso que antes (con la excepción de aquellos que publican puras tragedias, quejas o basura emocional): todo mundo está viajando, divirtiéndose, amando, teniendo hijos y disfrutándolo, siendo muy inteligente, teniendo un gran trabajo, una gran familia, una gran conexión con Dios, comiendo en lugares increíbles, corriendo aventuras, viéndose y sintiéndose increíble, siendo felices, etc., etc., etc.

Y ahí estas enfrente de la computadora, un día de esos en los que crees que el sol no salió para ti, despeinado, en pijama, solo, comiendo lo último que quedo en el refri, con deudas, con dudas existenciales, laborales, corporales y familiares, disgustado con la vida, con tu entorno y con todos, viendo esos hermosos “pastos”.

Pasa un día y otro igual, Jaime Sabines escribiría “…pasa el lunes y pasa el martes y pasa el miércoles y el jueves y el viernes y el sábado y el domingo y otra vez el lunes y el martes… la vida pasando como estas palabras. Lunes, martes miércoles, enero, febrero, diciembre, otro año, otro año, otra vida.”, aparentemente pasan los días y nosotros en perfecto control de la vida y de las cosas, tenemos las riendas en nuestras manos.

Pero un día cualquiera, la vida da un giro, en un segundo aquel “mundo” cambió y caes en la cuenta de que no eres omnipotente y no todo está en tus manos, ni depende de ti. Sin dramatismo, la vida es así.

Que alguien te ame como necesitas ser amado; que se enamore de ti como tú de él y te lo exprese como tú lo necesitas; que te dejen de amar, que se enamore de alguien más o te perdonen. Lo que las personas piensan y digan de ti. El día y la hora exacta en que sucede un embarazo (o no). El diagnóstico de una enfermedad, el proceso de recuperación o rehabilitación. La muerte inesperada de un ser querido.

Suena la alarma sísmica y mientras te diriges a la zona de seguridad no sabes de qué intensidad será el sismo y que pasará después. Las noticias anuncian un huracán y no sabes a qué hora empezará a llover, cuanto lloverá y cuando se detendrá. Una falla eléctrica o mecánica en el transporte público, una imprudencia de otro conductor, un accidente y sales de circulación. Una crisis económica, una manifestación… etc., etc., etc., las posibilidades de eventos inesperados y fuera de agenda son incalculables, dicen las abuelitas “uno sale de su casa y no sabes si regresarás”.

Ante tales circunstancias algo dentro de nosotros se mueve, sentimientos y emociones aparecen, en ocasiones abrumadores, invadiendo espacios y actividades, dejándonos vulnerables, expuestos.

Pero ¿qué hacer cuando las cosas están fuera de nuestro control?

Ya es agosto… y ¿los propósitos de año nuevo?, ¿en el olvido? y ¿si intentamos desde una perspectiva distinta?

Recientemente una amiga publicó en una red social algo que me gustó y me hizo sentido: enfrentarte a un reto. Tal vez para algunos pueda parecer intimidante o amenazante, pero hay algo interesante y motivador en la incógnita detrás de un reto: “¿podré hacerlo?”. Para enfrentarte al reto la respuesta clara y contundente es  “claro que puedo hacerlo” y hacer todo porque así sea, dejar un poco la condescendencia y mostrarnos rudos con nosotros mismos (o tal vez, utilizar la parte ruda que todos llevamos dentro).

Parece que lo de hoy son los retos. Conozco a varias personas que se han retado a sí mismas y se han sorprendido con los resultados, es increíble cómo podemos ir más allá de aquellos que considerábamos nuestros límites cuando nos enfocamos en algo, cuando tenemos claro que esperamos conseguir.

El reto tiene que ver contigo, con algo que te mueve, vas tú solo, no es para ser mejor que nadie ni para demostrarle a alguien algo. Es simple. Treinta o sesenta días. Tú decides.

Algunas cosas necesitan ser llevadas a servicio después de cierto tiempo de uso, los manuales o instructivos lo mencionan. En el caso de los autos después de cierto kilometraje uno tiene que llevarlos a revisión y ajustes que permitirán que el auto siga funcionando de manera correcta y que no nos deje tirados en el momento más inoportuno.

Pero nosotros no somos cosas, ni traemos manual o instructivo de uso.

Y entonces andamos mal dormidos, mal vestidos, mal comidos, mal ejercitados, con dolores físicos un día sí y otro también, con temas por resolver que van dejando su efecto en el camino de nuestros días y de nuestras relaciones. Vamos al médico, tratamos de seguir un tratamiento, cambiamos de alimentación y modificamos hábitos porque las circunstancias nos obligan a ello, cuando de no hacerlo las consecuencias serían muy lamentables. ¿Por qué esperar hasta ese momento?

Lejos de las exigencias culturales, sociales y materiales, tal vez en el fondo, la única exigencia para el hombre es que sea la mejor versión de sí mismo y ser feliz. ¿Qué es lo que hacemos diariamente para crecer y cuidarnos? ¿Cómo procuramos nuestra felicidad? ¿Qué tanto mantenimiento nos damos para no dejarnos tirados en el momento más inoportuno?

Es un hecho, necesitamos mantenimiento. Darnos tiempo, espacio y recursos para funcionar no sólo de la mejor forma sino en óptimas condiciones.

¿Por dónde empezar? ¿Por lo más urgente, por lo importante, por lo que de no atenderse mayores consecuencias traería, por lo más fácil, por lo más caro?

En algún lado escuche la propuesta de escribir algo aprendido por cada año cumplido y me pareció interesante. Los cumpleaños pueden ser un espacio para la reflexión sobre quiénes somos, quiénes hemos sido o quién nos gustaría ser, también para repasar un poco lo vivido y lo que nos gustaría vivir en adelante, puede ser buen momento para hacer un corte de caja, evaluar y tal vez pueda ser un nuevo comienzo. Para mí los cumpleaños son una suerte de “Año nuevo”, 365 días por delante para ser experimentados.

Pronto cumpliré años, mis primeros 35. En la víspera de mi onomástico me he dado a la tarea de reflexionar sobre las cosas que he aprendido durante mi paso por esta tierra, he recordado bellos y malos momentos, he buscado en mi memoria, en mi corazón, en mi pensamiento y sin duda me encuentro afortunada al contar con un capital de experiencia bastante rico.

Sin ninguna pretensión más que el hecho de compartir, aquí están las 35 cosas que encontré:

Todos tienen una opinión y está es la mía. Sin pretensiones, en realidad bastante simple y simplista, muy (pero muy) lejos del análisis político y social del experto en el tema.

En estos últimos días tan colmados de tristeza, indignación, dolor y enojo, he escuchado algunas voces diciendo que los culpables o responsables de la situación en el país son las instituciones que se han corrompido e incluso el Estado. Tal vez aprendí mal en la escuela (y aclaro que ni mis profesores ni la escuela en la que estudie tienen la culpa) pero las instituciones y el Estado están conformados por personas, me parece que responsabilizar al gran ente de las “Instituciones” y el “Estado” es aventar lejos de nosotros y de las personas con nombre y apellido los actos que tienen a nuestro país lejos del bienestar y la tranquilidad que todos nos merecemos.

Son las personas quienes se corrompen, ambicionan desmedidamente y se pervierten. Son las personas quienes han aprendido a torcer la ley y las circunstancias en su beneficio sin importar las consecuencias ni el daño a terceros.

Por poner un ejemplo, yo no diría que son las instituciones de salud las responsables de los malos momentos que he pasado en ellas, son personas con nombre y apellido quienes me trataron sin respetar mis derechos como paciente ni como persona y cuya ética dejó mucho que desear, desde el lugar en que lo miro, su actuación fue una decisión personal, porque más allá de las circunstancias, en la gran mayoría de los casos, uno puede elegir como comportarse y qué tipo de persona (y profesionista) ser.

Son personas con nombre y apellido quienes transgreden las leyes y los derechos humanos, quienes piensan que “el que no transa no avanza” y entonces sin importar a quien pisan en el camino “avanzan”.

Están registrados, tienen un padre y una madre, quienes toman lo que no es suyo, quien hace “negocios” ilegales, quienes hablan mal de los demás y boicotean su trabajo, quienes no miran en el otro a una persona a la que hay que tratar como tal (en todo momento). Son las personas cuya soberbia, prepotencia, autoritarismo y egoísmo van cometiendo actos en contra de las personas con quienes se relacionan.

Son personas con nombre y apellido a quienes no les importa el cuidado del medio ambiente, la responsabilidad social, la buena alimentación, el consumo inteligente. Son personas quienes discriminan, violentan y vulneran a otras.

Tal vez ya hemos justificado demasiado a estas personas y sus actos a través de miles de análisis y argumentos que explican el porqué son así y porque se comportan así. Tal vez sea momento de hacer algo para poner un alto y reparar los daños.

¿Quién hará algo?

Aún no acaba noviembre y por todos lados se anuncian las fiestas decembrinas. Todos se preparan para celebrar, todo es celebración… un momento, ¿todo es celebración? ¿todos celebramos? En realidad, no todos, se sabe que los últimos meses del año son especialmente difíciles para algunas personas y la prevalencia de depresión y suicidio aumenta en los meses de diciembre y enero.

Razones para no celebrar hay muchas: podemos hacer un recuento de nuestras tristezas, agregar los “fracasos”, las expectativas no alcanzadas, los sueños rotos, las relaciones perdidas, las decepciones, sumar las frustraciones de toda una vida, los objetivos a medio camino, las decisiones “equivocadas”, los que ya no están, los que no han llegado, recorrer los centros comerciales y los muros del facebook de la gente que “si es exitosa”, sumergirnos en los medios de comunicación y empaparnos de toda la injusticia, inequidad, desigualdad, pobreza, enfermedad y demás linduras de nuestro mundo actual.

Caminar del lado de la banqueta del “no tengo”, “no puedo”, “no lo logré”, “no pudo ser”, “debería ser diferente” y de pronto te encuentras más frustrado, enojado, decepcionado, desilusionado, desencantado… sentimientos difíciles de remontar cuando se arremolinan y se estacionan por largo tiempo.

Tal vez no hay mucho que celebrar, pero ¿para no estar agradecido?

Hay momentos en la vida en los que es necesario dar un “extra”: en el trabajo, cuando hay más horas y días de lo “habitual” por el nivel de responsabilidad del puesto que ocupas, o por el tipo de proyecto en el que estás a cargo, o porque estás tratando de conseguir un ascenso; en la famosa doble jornada de trabajo “casa-oficina”; al acudir a compromisos sociales a pesar del cansancio y otras condiciones adversas; al tratar de desempeñar varios roles al mismo tiempo (mamá/papá + pareja + hijo (a) + amigo + empleado +estudiante + …); la enfermedad de algún miembro de la familia; el inicio o cierre de un proyecto o un ciclo personal o laboral, etc. A veces, hay otras circunstancias (o personas) que no lo ameritan pero ahí estamos, dando el “extra”.

Hay metas, sueños, objetivos, proyectos, relaciones, momentos que valen el esfuerzo, que valen todo el “extra” de empeño, tiempo, dedicación, disciplina y energía que podamos invertir en ellos, porque al final es eso, una inversión personal, lo que significa que tarde o temprano redundará en nosotros aquello que hayamos puesto o lo que hayamos hecho.

Pero ¿qué sucede cuando sentimos que estamos dando de más sin recompensa, sin ver cambios? ¿Qué sucede cuando damos el “extra” y surge en nosotros esa sensación de frustración, agotamiento, insuficiencia, desencanto o nos sentimos como si hubiéramos sido estafados? ¿Qué sucede después de dar el “extra” que nos encontramos malhumorados, rezongando y quejándonos de que nadie valora lo que hacemos o nuestro esfuerzo? ¿Será que estábamos esperando recompensa, aplauso o reconocimiento del exterior?

Sería interesante que en el momento en que nos encontremos exigiéndole al exterior el reconocimiento por el “extra” que damos nos preguntáramos ¿para qué damos el “extra”?, ¿quién nos lo ha pedido?, ¿qué pasaría si no lo damos?, ¿por qué es tan importante que te aplaudan o te agradezcan ese “extra” en lo que haces? Siéntate un momento, se sincero con las respuestas y escucha las necesidades verdaderas detrás de ello.

Hay momentos en el día en el que se extraña la compañía de aquellos que ya no están. Los domingos por la tarde, al despertar, cuando haces el súper o preparas comida para una persona, en los eventos importantes y trascendentes, en las fechas significativas que eran compartidas, en las actividades cotidianas y simples, la realidad te golpea y te das cuenta que donde eran dos, ya sólo hay uno.

Hay otros momentos en los que se extraña al que no ha llegado. Cuando miras a tu alrededor y parece que todo mundo está felizmente en pareja, los miras besándose apasionadamente en la calle y caminando tomados de la mano, los miras en los eventos sociales, en los “muros” de tus amistades, parece que la felicidad está en hacer pareja y familia, la realidad te golpea y te das cuenta que sólo eres uno.

A ratos no sientes la soledad y te entretienes bien entre el trabajo y las ocupaciones diarias (hay quien se incluye en mil actividades para no sentirla), sin embargo hay un punto en el que te das cuenta que las cosas no son cómo a ti te gustaría, que preferirías que esa persona estuviera contigo, que desearías estar un poco más acompañado y entonces se puede empezar a filtrar la tristeza, el desánimo, la sensación de desamparo, etc.

¿Qué hacer? No hay recetas, ni mejores, ni únicas formas, pero de principio te propongo trabajar en lo siguiente:

En un día cualquiera o en un día especial, en buen momento o mal momento ¡Zaz! El comentario desafortunado, ese que proviene de personas especiales o de cualquiera, que con tan buen tino aciertan a tocar aquellos puntos que son importantes para ti, aquello que te es vital, o en lo que no has reparado, no has querido fijarte, en heridas aún abiertas o en temas sin resolver.

A veces sin previo aviso, otras acompañados de un “perdona que te lo diga, pero te lo tengo que decir…” o “con todo respeto… “ nos quitan la sonrisa del rostro, nos dejan un mal sabor de boca, nos hacen pasar un mal momento y desear que la tierra nos trague y a veces (si lo permitimos) puede arruinarnos todo el día o marcarnos para siempre y determinar nuestras decisiones futuras. No por nada se dice que las palabras tienen poder, para construir o destruir.

A veces son comentarios superficiales y frívolos sin “intención” de hacer daño, a veces van cargados de burla, ironía y mala intención, pero en ambos casos resultan tóxicos y si no estamos bien parados pueden causar bastantes estragos, en nosotros y en la relación que tenemos con la persona que realizó el comentario.

El saber decir como el saber callar es una habilidad que se desarrolla con el tiempo, o no.

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